Cuando hablamos de “EDUCAR” y acompañar a la Infancia en su desarrollo y crecimiento, y lo queremos hacer con mayúsculas, es decir, desde el respeto y el entendimiento que los niños y niñas se merecen, no podemos dejar de ocuparnos de un tema que hoy en día está de máxima actualidad: Los límites.
El lugar que ocupa el adulto en la relación que establece con los niños y niñas es un asunto que nos trae de cabeza. Se ha instalado una especie de miedo a generar traumas infantiles y a que la infancia cometa errores, lo que nos ha llevado a una revisión del estilo educativo que debemos emplear. Pero la revisión no puede ir desligada de la reflexión.
La carga de trabajo que soportan las familias, los tiempos de desplazamiento en las ciudades, el uso excesivo de la tecnología, nuestra resistencia como sociedad a no querer envejecer, a no abandonar la eterna adolescencia, hace que la infancia se sujete pronto a las necesidades del adulto. Enseguida agendamos sus tiempos y espacios para que empiecen cuanto antes a funcionar en el imperio del HACER. Estamos generando una infancia sujeta a las necesidades adultas. Pero vamos por partes, que el asunto tiene miga.
¿Que lugar debemos ocupar como adultos?
Lo primero que debemos pensar es: ¿Cuál es el lugar que nosotros, los mayores, debemos ocupar en la educación de ellos, hijos y alumnos?. La relación desde luego no puede ser de igualdad, la infancia se merece adultos que lo sean, personas que estén a su lado, que se hagan responsables de ellos, guías que marquen los márgenes del camino. En aras de la libertad y de la autonomía se están cometiendo equivocaciones graves y lamentablemente a veces irreversibles. Hay que escuchar a la infancia, pero también tienen escucharnos a nosotros, que somos la supuesta voz de la experiencia. Las lindes del camino las creamos nosotros, con presencia y mirada, ese es nuestro trabajo, no el de ellos.
La intensidad del ritmo actual provoca que nos sintamos culpables por no estar ocupados de lo que nos debe ocupar, que nos lleva irremediablemente a que nos tengamos que ocupar de los que nos preocupa. Parece que los límites llegan cuando la situación es límite. El límite es aquello que llega antes, no lo que llega como medida desesperada.
Nuestro sistema de acción está ligado directamente a las vivencias de nuestra infancia y entorno familiar. A lo mejor no somos padres a la hora de llevar a cabo una labor educativa pero sí somos hijos, y nuestra manera de educar ya empieza ahí. Si tuvimos un padre especialmente autoritario, quizás también lo seamos con nuestros hijos y alumnos, o quizás todo lo contrario, y en los extremos parece que se mueve el asunto. Queremos que nuestra manera de relacionarnos con nuestros hijos sea distinta, pero la gama de colores que hay entre el negro y el blanco realmente es la clave. Somos los adultos a los que nos da temor limitarles por miedo a que nos dejen de querer o que piensen que no les queremos. Pero es justo eso, una cuestión de amor, lo que nos va a llevar a ponerles límites, límites por amor.
Hablar de límite parece que es hablar de coacción, condicionamiento, de miedo, de rigidez, de incomprensión a la infancia, pero esto se encuentra muy lejos de la realidad. Es importantísimo que nos tomemos en serio el desarrollo de los niños, que confíenos plenamente en ellos, pero sin dejarles a la deriva, acompañándoles desde el respeto y el buen hacer, conociendo lo que pueden y no pueden hacer. Todos sabemos de lo que hablamos. Hay un sentido común colectivo, que si escondemos los métodos y libros, seguro que lo encontramos, porque como especie lo hemos ido adquiriendo.
Un entorno de libertad limitado.
Los referentes biológicos siempre nos ayudan a situarnos, a plantear un punto de partida. Los entornos naturales nos demuestran que si un organismo quiere sobrevivir y madurar, debe buscar un entorno preparado para ello, cada miembro del reino animal genera mecanismos de cuidado y protección para crecer y cuidar de la especie, y todos ellos pasan por establecer límites. Límites muy relacionados con la supervivencia, que tienen que ver con el espacio, la alimentación, el cuerpo, que evoluciona para adaptarse al medio en el que sobrevive… Podríamos decir que viven en un entorno de libertad limitado. Ambos términos, libertad y límite, parecen estar enfrentados, pero sin embargo están íntimamente ligados, no son el uno sin el otro, el caos sería demasiado grande, lo que amenazaría nuestra propia supervivencia. En el caso de los humanos, los límites claros tienen que ver con una cuestión de vivir más que de sobrevivir.
La idea de ambiente, es algo que no podemos pasar por alto, igual que no lo hacen otros miembros de nuestra especie. Hablamos de límites cuando planteamos un entorno adecuado para los niños, porque si les pedimos algo para lo que no son capaces, la palabra límite vuelve a cargarse de autoritarismo. Es importante pensar los espacios en los que se mueven, deben ser entornos que les permitan ser, sin confusiones. Los niños y niñas quieren moverse, explorar y crear, a esto dedicarán los primeros años de su vida, así que vamos a ponérselo fácil, y ya de paso también a nosotros.
La ambigüedad es poco amiga de la infancia.
Es tarea de los padres y docentes de disponer del entorno como un lugar de movimiento, exploración y creación de los niños, teniendo en cuenta que deben ser seguros y adecuados para madurar. Un ambiente de respeto y claro en normas, que no conviertan los hogares en verdaderas trincheras de guerra, que vuelvan locos a todos sus habitantes. La ambigüedad es poco amiga de la infancia.
Si tomamos esto en cuenta, generaremos espacios donde haya menos estrés y enfados, donde los niños y niñas hagan su trabajo de niños. El ambiente como aliado y la claridad en los límites permitirán crean un lugar relajado, donde niños y adultos se sientan cómodos y puedan vivir nuevas experiencias. Parece que libertad y límites se dan la mano para dejar entrar conceptos como el amor y respeto tan importantes para el crecimiento.
Imaginando ese lugar diremos que debe:
- Respetar el movimiento, favoreciendo la autonomía y no entrando en colisión con el desarrollo.
- No debe incluir riesgo, que nos obligue a estar constantemente presentes.
- No debe recoger las exigencias o expectativas que los adultos ponemos sobre los niños.
- Sentir orden. Que las paredes lejos de limitarnos, nos ofrezcan seguridad y recogimiento, no limitan nuestra creatividad, sino que la despiertan.
Es poco lo que hay que tener en cuenta, pero qué difícil nos resulta encontrar nuestro lugar de adulto, o perderlo rápidamente, parece que la cosa va de espacios. Yo me quedo pensando en el espacio-ambiente como un aliado, porque me pregunto… ¿alguien se siente o comporta mal cuando está a gusto en un sitio?. Yo desde luego que no, probablemente los niños y niñas tampoco.